Este autor nos relata así los comienzos de sus consideraciones estéticas más profundas. Escuchémosle:
(...) Quisiera comenzar con un breve recuerdo personal. Aunque debiera decir olvido. Porque el caso es que no recuerdo cuál fue el cuadro que más me impresionó la primera vez que visité el Museo del Prado.
Tan sólo recuerdo un collage de imágenes confusas convertidas en colores sin formas. Pero lo que sí recuerdo es la sensación de viaje en el tiempo que llenó y aún llena mi corazón hasta hoy. No fue un dejá vu, un creer que ya había estado allí. No. Lo que sentí ante aquellos lienzos, especialmente, en la sala dedicada a la pintura italiana del Cinquecento, era un conjunto de voces, que como si de una melodía infantil se tratara, inundaba la sala y al llegar a mis oídos, sus notas se convirtieran en una frase que decía: “por fin, por fin, por fin...”
Al salir de allí, Madrid dejó de parecerme una ciudad ruidosa y mal educada, para convertirse en el cofre intemporal donde se guardaban quizás las imágenes más bellas que yo hubiera podido contemplar con los ojos hasta entonces.
De nuevo en casa, cogí los pinceles y durante casi cinco años me esforcé cuanto pude por encontrar y recuperar la senda perdida de aquellos que me habían hablado en el Prado. Pues yo sentía que eran los cuadros quienes me obligaban a pintar. No lo conseguí, y abandoné.
Nunca fui capaz de recuperar la composición de un Rafael, ni la pericia en el dibujo de Mantegna y, por supuesto, el color inefable de Tiziano, por no mencionar el desgarro de Ribera o la serena humanidad de Velázquez.
Nunca conseguí acercarme lo suficiente a su lado. Me tuve que conformar con volver al Prado y preguntarles de nuevo con un oído más atento, esta vez, qué querían decirme, en definitiva quería saber qué me pedían que hiciera.
Y entonces, escuché en aquel silencio previo al cierre, sus voces que de nuevo me decían: “por fin has vuelto.”
Y entonces comprendí.
Nunca me pidieron o desearon que pintara. Sólo me daban las gracias. Por volver. Como me dieron la bienvenida por haberles visitado la primera vez. Comprendí que si amaba de verdad a aquellos cuadros y a sus Creadores, sólo tenía que intentar propagar el eco de sus voces entre los demás, en este caso y ahora, vosotros. Comprendí, al fin, que los cuadros y las obras de arte viven y perduran en el tiempo, gracias al secreto amor que les profesan quienes, como yo, una vez, tan solo una vez, fueron capaces de escucharlas. Por eso viajé en el tiempo, para sentirme como el primer espectador de cada una de las obras de aquel, lejano ya, día en que las vi por vez primera. Ahora pinto, pero solo en mi cabeza. Y me dedico con amor a repetir entre quienes quieran escucharme aquel eco de las voces que un día me dijeron “Por fin... Estás aquí, bienvenido seas y gracias por tu mirada, no sabes cuánto la necesitábamos.”
Ahora no sólo hablan ellas, también conversamos, con los años algunas obras y cuadros, se han convertido en tan buenos compañeros de viaje que mi vida sería muy aburrida sin su charla, y a veces hasta creo que se burlan de mí.
El Arte necesita de todos nosotros para sobrevivir, pues quién sabe los estragos que el tiempo y la indiferencia pueden hacer en sus hijos. Tan solo debemos pensar en las miles de miles de obras que se perdieron por que nadie quiso escuchar.
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